Ricky tenía el hábito de obsesionarse con mierda de lo más rara. Su última obsesión fue tan jodida que al principio no pude asimilarla. Parece ser que los historiadores omitieron un efecto temporal de la decapitación: después de la separación de su cuerpo, el decapitado puede escuchar, ver, hacer expresiones faciales y comunicarse. Ricky se obsesionó tanto con ese descubrimiento que investigó a profundidad el fenómeno, citando con frecuencia un estudio hecho con ratones que demostraba que las ratas decapitadas permanecían conscientes por un máximo de cuatro minutos.
La muerte de Ricky fueron los cuatro minutos más desgarradores y extrañamente reveladores de mi vida.
Comenzó el día que llegué a su casa de estilo ranchero. Lo que menos esperaba era que sería el último día de su vida, o nuestro último día juntos. Cuando me condujo a su garaje y me mostró la guillotina improvisada que había construido expertamente, supe que, para Ricky, no había vuelta atrás.
—Tú no tienes que hacer un carajo, ¿okay? Se impulsa cuando jalo esta palanca —La cual jaló, dejando caer la pesada cuchilla diagonal sobre la base semicircular, y desatando una corriente eléctrica fría por mi columna—. Lo único que debes hacer es sentarte y observar.
—Ni mierda.
Me di la vuelta para irme. Cuando estaba en la puerta del garaje, Ricky dijo la única cosa que importaba, y con tanta desolación en su voz, que me congelé.
—No quiero morir solo. Eres la única persona que me queda.
Y tenía razón. Su madre y su padre habían muerto cuando Ricky estaba en la universidad. No tenía hermanos y su fiel sabueso falleció un mes atrás, lo cual significaba que yo realmente era su único amigo.
—Te puedes sentar ahí y… simplemente estar aquí, para no dejarme solo, y luego te puedes ir y nadie lo sabrá.
—¿Y luego qué, Ricky?
—Es simple. Un parpadeo para decir que sí, dos para decir que no. Y, por si acaso, abrir mi boca significa que lo que veo o siento es jodidamente increíble.
Me quedé sin palabras, y la idea de que perdería a mi amigo esa tarde me sobrecogió. Mi cuerpo se estremeció con un dolor profundo que nunca había sentido antes. Luego alcé la mirada y vi que Ricky estaba sonriendo. Estaba feliz.
—Hazme preguntas de sí o no, háblame y pregunta lo que quieras. Esta es una oportunidad muy inusual; es algo que realmente necesito saber. En todos los experimentos que he leído, dicen que tendré hasta cuatro minutos después de la separación, así que pregúntame si me duele, pregúntame si veo una luz blanca o putos ángeles o si sé el secreto de la vida y el universo.
—Ay, Dios, Ricky. ¿Separación? Hombre, esto está mal.
Ricky agachó la mirada y asintió. Luego me vio de nuevo y esta vez había lágrimas en sus ojos, y comprendí que tenía que ayudar a mi amigo, sin importar cuán jodido fuera el asunto.
Nos sentamos por un tiempo en ese garaje antes de la muerte de Ricky. Él había hecho todas las preparaciones. Lo había planeado todo, hasta el lugar en donde aterrizaría su cabeza: en la antigua cama de Rukus, su perro. Rukus, el perro que había sido su único otro amigo.
Ricky arrimaría su cabeza en la guillotina viendo a la derecha, como si estuviera acostado de lado en una cama. Yo me sentaría frente a él para comunicarnos.
—¿Sabes? Mi vida fue mejor por ti. Nunca te lo dije. Me da pena, y no soy bueno para expresar mis emociones, pero haberte conocido desde la escuela hizo que toda la mierda por la que pasé fuera tolerable.
Mis ojos estaban tan llenos de lágrimas que estaba a punto de colapsar, así que no me atreví a contestarle.
Irreal, así se sintió cuando Ricky se arrodilló ante la guillotina, se acostó y giró la cabeza. Acomodó su cabeza gentilmente en la base de su artilugio hogareño. Luego, antes de que pudiera parpadear, la maldita cuchilla diagonal destelló justo cuando Ricky dijo: «Gracias».
Durante unos segundos extraños, la cabeza de mi amigo yacía en la cama de Rukus, y sus ojos abiertos miraban los míos. Ojos no inertes. Mis ojos castaños se entrelazaron con sus muy vivos ojos negros.
Ignoré conscientemente el resto de su cuerpo, pero podía ver periféricamente el sangrado del tronco de su cuello y el centro blanco de su espina dorsal. Mis manos temblaban y me obligué a limitarme a los ojos de Ricky.
—¿Me puedes escuchar?
Ricky parpadeó una vez para decir que sí.
—¿Te duele?
Dos parpadeos rápidos para decir que no.
—¿Me puedes ver?
Un parpadeo rápido.
—¿Ves ángeles o algo por el estilo?
Dos parpadeos.
—¿Se siente raro?
De nuevo, dos parpadeos para decir que no.
Entonces hizo una pausa y su boca se abrió paulatinamente, mostrando sus dientes, y a pesar de que se veía más como la mueca de un mimo, entendí que fuera lo que fuera lo que estaba sintiendo, era algo increíble a lo cual no había que temerle.
—¿O sea que no tienes miedo?
Dos parpadeos, y una vez más, su boca se abrió. Qué alivio.
De pronto, me quedé sin preguntas, pero aún nos comunicábamos. Ricky me veía a los ojos y era reconfortante, se sentía seguro, si es que tiene sentido. Luego los ojos de Ricky se cerraron y me preocupó que fuera el final, que se hubiera ido para siempre. Necesitaba pensar en algo, así que pregunté:
—¿Ya sabes el secreto de la vida?
Esta vez, sus ojos se abrieron más lentamente para parpadear una vez, y juro que su boca se movió como si hubiera tratado de hablar. Me incomodó, sabiendo que el habla no era algo que fuera capaz de hacer con lo que quedaba de su cuerpo, así que me apresuré a mi siguiente pregunta:
—¿Es algo malo? ¿Morir es malo?
Arrastró sus párpados dos veces para decir que no.
Para entonces, ya no tenía más preguntas, porque ya no había preguntas que importaran.
Después de eso, Ricky y yo cruzamos miradas y el tiempo pareció detenerse por nosotros. Hasta que sus ojos se ampliaron súbitamente y miró detrás de mí, y lo vi sonreír. Había algo ahí, algo que él vio que yo no podía ver, y fuera lo que fuera, era bueno.
Pero entonces Ricky hizo algo que no estaba dentro de sus instrucciones. Parpadeó cuatro veces antes de irse por siempre. Así de fácil, Ricky había muerto.
—¿Ricky? ¿Cuatro? ¡Por qué mierda parpadeaste cuatro veces! ¡Ricky!
Había contado cuatro parpadeos distintos, y mierda, nunca explicó que haría eso. Me sentía muy confundido, angustiado y, más que nada, mi corazón estaba roto por mi amigo.
Debí de haberme quedado viéndolo por un largo tiempo, porque cuando me levanté para irme, había oscurecido. Cuando encendí las luces de la cocina, vi un fólder en la repisa que tenía mi nombre.
Adentro estaba el testamento de Ricky y una carta.
«Me arrepiento de que nunca haya podido decirte lo mucho que tu amistad significó para mí. Gracias por haber sido amigo del bicho raro. Te amo. Cuatro parpadeos solo significan eso, te amo».
Ricky me dejó todo a mí: la casa —en donde vivo ahora— y cuatro mil dólares en efectivo. Después de pagar su cremación, mandé la mitad del dinero a un centro residencial para niños abusados y abandonados, y la otra mitad a un refugio local para animales. Fue lo menos que puede hacer por un sujeto cuya vida estuvo plagada de tristeza, y me imaginé que a Ricky le habría gustado.