Era una noche sin estrellas, tan oscura que parecía que el mundo se había acabado. En una casa apartada, dos parejas y su niña chiquita se habían refugiado de una tormenta que amenazaba con arrasar todo a su paso. Los adultos se fueron a dormir, confiados en que la casa resistiría el embate del viento y la lluvia. María se quedó sola en su habitación, abrazada a su osito de peluche. En ese tiempo tenía ocho años y estaba muy asustada. No le gustaba la oscuridad, ni los truenos, ni las sombras que se movían en las paredes. Quería ir con sus padres, pero no se atrevía a salir de su cama.
Eran las doce de la noche y empezó a escuchar gritos y lamentos. Venían de fuera, de la calle. Eran voces de dolor, de miedo, de agonía. María se tapó los oídos con las manos, pero no podía dejar de oírlas. El aire se sentía frío y húmedo, como si hubiera entrado la muerte en la casa. María se armó de valor y salió a pedir ayuda, pero sin saber que ese día cambiaría su vida por completo.
Llegó al salón y vio que la puerta estaba abierta. El viento había arrancado las bisagras y había dejado un hueco por el que se colaba la noche. María se asomó y vio un espectáculo dantesco. La calle estaba llena de cadáveres, de sangre, de vísceras. Había cuerpos mutilados, desmembrados, decapitados. Algunos todavía se retorcían y gemían, otros estaban quietos y pálidos. María no reconoció a nadie, pero sabía que eran sus vecinos, sus amigos, sus familiares. No entendía qué había pasado, quién había hecho aquello, por qué.
De repente, vio dos sillas de mecer moviéndose solas en la acera. En ellas estaban sentados un viejito y su esposa, que la miraban con una sonrisa maliciosa. María los reconoció al instante. Eran sus abuelos, los que habían muerto hacía años en un accidente de coche. Pero no se parecían en nada a los que recordaba. Estaban pálidos, sucios, desdentados. Tenían los ojos inyectados en sangre y la boca manchada de rojo. María se quedó paralizada, sin poder creer lo que veía.
-Hola, niña. ¿Qué haces aquí tan sola? -le dijo el viejito con voz ronca.
-Hola, señores. Necesito ayuda. Hay gente muerta en la calle. No sé qué ha pasado -balbuceó María.
-No te preocupes, niña. Nosotros te podemos ayudar. Somos tus abuelos -le dijo la viejita con voz dulce.
-¿Mis abuelos? ¿De verdad? -preguntó María, confundida.
-Sí, niña. Ven, siéntate con nosotros. Te contaremos una historia -le dijo el viejito, haciéndole un gesto con la mano.
María se acercó a ellos, pensando que eran amables. Quizás ellos sabían lo que había pasado, quizás ellos podían protegerla. Se sentó en el regazo del viejito, que le acarició el pelo. La viejita le cogió la mano y le apretó los dedos. María se sintió un poco mejor, pero seguía escuchando los gritos y los lamentos.
-¿Qué historia me van a contar, abuelos? -preguntó María.
-Una historia de terror, niña. Una historia que te hará temblar -le dijo la viejita con voz melosa.
-¿De terror? ¿Por qué? -preguntó María, asustada.
-Porque nos gusta el terror, niña. Nos gusta ver cómo sufren los demás. Nos gusta ver cómo mueren -le dijo el viejito con voz cruel.
-¿Qué? ¿Qué dicen? -preguntó María, aterrada.
-Sí, niña. Nosotros somos los que hemos matado a toda esta gente. Nosotros somos los que hemos destrozado sus cuerpos. Nosotros somos los que te vamos a matar a ti -le dijo la viejita con voz siniestra.
-¡No, no, no! -gritó María, tratando de escapar.
Pero era demasiado tarde. Los abuelos la sujetaron con fuerza y le clavaron sus dientes en el cuello. María sintió un dolor insoportable y un calor que le quemaba la sangre. Los abuelos se rieron con una risa diabólica y se bebieron su vida.
Al día siguiente, la policía encontró la casa vacía. No había rastro de los adultos, ni de la niña, ni de los abuelos. Solo había sangre, mucha sangre. La policía no entendía nada. Solo sabía que había sido una noche de terror.
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