Era un día sofocante de junio en la espesura de la selva. Mi compadre Manuel y yo regresábamos extenuados de la jornada laboral, sudorosos y acosados por el incesante zumbido de los mosquitos. Conversábamos sobre dos mujeres que habíamos conocido esa mañana en el pueblo cercano. Manuel, visiblemente cautivado, me aseguró que si tuviera la oportunidad, sería infiel a su esposa. "Una canita al aire no le hace mal a nadie," me decía.
El sol comenzó a ocultarse tras las montañas, advirtiéndonos que teníamos poco tiempo para llegar a casa. Fue entonces cuando escuchamos los gritos angustiantes de una mujer en apuros. Sin pensarlo dos veces, seguimos el sonido hasta un barranco empinado. Abajo, una mujer de deslumbrante belleza luchaba por no caer al vacío, sosteniéndose precariamente de unas ramas.
Con rapidez, descendimos y la ayudamos a subir. Como muestra de agradecimiento, nos ofreció un intrigante trato: adentrarnos en la selva para compartir un momento de intimidad. Aunque su belleza era cautivadora, decliné la oferta, nervioso pero seguro de mi amor por mi esposa. Manuel, sin embargo, aceptó y se adentró en la espesura con ella, pidiéndome que lo esperara.
Minutos se convirtieron en horas. La oscuridad se apoderó del ambiente. Encendí mi linterna y me adentré en busca de mi compadre. Unas decenas de metros más allá, el haz de luz reveló una escena que todavía me hiela la sangre: Manuel yacía sin vida en el suelo, su rostro retorcido en una mueca de horror. Y más allá, vi a la mujer—ahora una criatura abominable, saltando en una sola pierna mientras se transformaba en algo indescriptiblemente grotesco, desapareciendo entre las sombras de la selva.
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